miércoles, 31 de mayo de 2017

EL CUADRO DE LA ANCIANA - CREEPYPASTA



Los 94 años de mi abuela habían llegado a su fin, la conocí desde muy niño por la razón de que vivíamos en la misma casa. Su herencia claramente estipulaba que aquella casa quedaba a mi nombre, pero que por respeto debía dejar los cuadros y muebles donde estaban.

Siempre que de niño iba al segundo piso a llevarle una sopa a mi abuela cuando estaba enferma, pasaba por el pasillo mirando al suelo para no tener que ver el horrible cuadro colgado en la pared. El cuadro de una anciana de mirada penetrante.

Nadie nunca me contó algo de ella, pero como exigía la herencia, no debía mover el espantoso cuadro de su lugar.

Un día como cualquier otro, me levanté a preparar mi desayuno, y casi me llevo un susto con el cuadro. Veía a la nada con una mirada tan tétrica… parecía que había cambiado el gesto que mostraba normalmente, frunciendo el ceño, como intentando ver algo a lo lejos. Era sumamente espantosa.

En medio del susto, sólo reaccione echándole una sábana encima, que quedó colgando de tal forma que cubría el cuadro. Durante todo el día me pasé por el pasillo sin tener que ver ese rostro mirándome.

Ya al caer la noche, pude escuchar un ruido muy sigiloso. Al salir al pasillo para ver de dónde había provenido el ruido, pude notar que la sábana se había caído. Mi corazón dio un vuelco. Ahora el rostro de la anciana me estaba sonriendo de una manera macabra, mostraba sus malgastados dientes y se notaban exageradas arrugas en su rostro. Realmente no sabía por qué mi abuela apreciaba tanto a ese cuadro, y me intrigaba más que ella no lo encontrara horrible. Fue un martes por la mañana cuando casi me da un infarto por algo que llegué a ver.

Estaba desayunando mi clásico café y empanedado de pollo, al momento que noté una cabeza asomándose por el extremo de la puerta para verme.

Pegué un grito que se debió de haber escuchado en toda la cuadra, a la par que la cabeza se escondió rápidamente. Salí al pasillo a ver qué era lo que había pasado, pero no vi nada: nada aparte de ese horrible cuadro, que de nuevo había cambiado los gestos de su rostro.

Estaba seria.

Yo sabia perfectamente que esa cabeza que había visto era la de esta mujer; no sé cómo, pero había estirado su cuello para vigilar lo que hacía.

La noche siguiente decidí hacer algo más inteligente. Coloqué una cámara delante del cuadro, con la intención de comprobar si era de éste de donde salió la cabeza, o si en verdad el cuadro hacía movimientos extraños. La dejé grabando tres días, en los cuales salí fuera de Lima a otro departamento de mi país. Al tercer día, subí directamente al segundo piso para ver las condiciones del cuadro y de la cámara. El cuadro cambió una vez más, ahora estaba enojada, tenía una expresión llena de rabia y de furia, sus ojos brillaban de odio… ¿por qué?

Pasé a revisar lo que había capturado mi cámara en los tres días que estuve ausente. El primer día no hubo movimiento alguno hasta que cayó la noche, pude ver claramente cómo la cabeza del cuadro miraba a los lados, quizá revisando si había alguien cerca, y después vi cómo estiraba su cuello y salía del cuadro.

El cuello se estiraba y estiraba mientras la cabeza de la anciana recorría todas las habitaciones, curioseando. Cuando finalmente volvió a su postura, cambió su expresión a la de una sonrisa. A la mañana siguiente pude verla repetir el mismo procedimiento, sólo que ahora después de haber vuelto a su posición normal, empezaba a moverse más.

Estaba saliendo del cuadro.

Al salir completamente, vi que era una mujer extremadamente alta, ¡era el doble de mi estatura!; tenía que caminar agachada para no chocar con el techo. Pero su altura no se debía al tamaño de su cuerpo en sí, sino a que su cuello estaba estirado exageradamente.

La anciana se paseó en toda la casa, buscando algo… gritando el nombre de mi abuela mientras sollozaba. Al regresar al cuadro su expresión era una llena de odio —la que mantenía actualmente—.

Fue entonces que me harté. Me decidí por botar ese horrible cuadro; pero justo cuando lo retiré de la pared, la anciana sacó sus brazos a través del cuadro para ahorcarme.

Sus dedos se clavaban en mi cuello a la par que me quitaban el aire, me estaba matando, no podía respirar. Estaba a punto de dejarme vencer cuando me liberé de milagro y arrojé el cuadro. La anciana regresó sus brazos dentro del cuadro y siguió mirándome con odio, ahora desarreglada.

Llamé de inmediato a mi padre para contarle lo sucedido. Sabía que no me creería, pensaría que me estaba drogando… no fue así.

—Hijo, ese cuadro… la anciana de ese cuadro, era tu bisabuela —me dijo mi padre a través del celular que nos comunicaba.
—¿Mi bisabuela? ¡Eso no importa ahora, ¿no escuchaste lo que te dije?!
—Lo sé, es que… ella murió de una manera peculiar —me dijo con dificultad mi padre—. Ella sufría de una depresión horrible. Un día no pudo más con su soledad y se ahorcó.

Esa noticia me impactó. Está bien, que mi bisabuela se ahorcara era algo extraño, y en parte triste, pero ella quiso matarme y me costaba explicarle a mi padre lo que me sucedía. Le iba a colgar y buscar otra solución hasta que me contó una última cosa.

—Lo raro de ese cuadro, hijo, fue que lo pintó tu abuela el mismo día en que tu bisabuela se ahorcó, exactamente antes de que lo hiciera —me explicó mi padre—. Bueno, fue a petición de tu bisabuela que ella lo pintó, pues según ella, a través de ese cuadro la cuidaría mientras viviera de cualquier persona que le quisiera hacer daño… Hijo, ¿hay algo que-

Le corté el teléfono. Fácilmente podría decir que hubo un problema en la linea.

Corrí al pasillo con ligereza. El cuadro estaba vacío, el rostro de mi bisabuela no estaba. Sentí en ese momento una respiración helada a mi espalda. Ahí estaba ella.

La anciana, extremadamente alta, ángel protector de mi abuela. Me miró unos segundos con esos ojos llenos de odio, llenos de maldad, llenos de venganza. Ese cuadro veía todo, lo sabía, estoy seguro de que vio cómo yo le subía a mi abuela una sopa, una sopa cargada de veneno, y cómo hacia caso omiso a los gritos de ayuda que emitía en su agonía.

Ella sabía quién era el responsable de la muerte de mi abuela, y puede que mi abuela lo sospechaba, puede que ésa sea la razón de por qué me demandó en la herencia que mantuviera el cuadro en la casa, puede que…

La anciana empezó a ahorcarme, sentí que mi respiración se cortaba hasta que empecé a escuchar pasos en la casa que se acercaban a las escaleras. Mi bisabuela volvió rápidamente al cuadro con esa expresión de odio en su decrépito rostro. Era mi hermana que llegaba a casa, me había salvado la vida. Le pedí que tomara el cuadro y lo guardara en el sótano.

Y mientras se lo llevaba, pude ver a mi bisabuela haciéndome señas de muerte.

Nunca más volví a entrar al sótano, e incluso años después de estos sucesos, podía escuchar por la noche el ruido de la manija del sótano siendo forzada, en vano, como si alguien quisiera salir de ahí.

viernes, 26 de mayo de 2017

THE FACE - CREEPYPASTA




Esta historia comenzó como un simple rumor, una manera de hacer que las personas no se acomplejaran de sí mismas pero, después de tantos reportajes ya no se cree que sea solo una leyenda. 

Yo misma lo he confirmado. Mi nombre es Juliet Hoffman y hace unas semanas me he mudado a una casa cerca del bosque; los primeros días fueron tranquilos y relajantes pero luego todo cambio… Sentía sollozos todo el tiempo, provenientes de una habitación de la planta alta, decidí restarle importancia y seguí con mi vida hasta que un día, navegando en mi ordenador, busqué información acerca de la villa donde vivía, más precisamente de mi nuevo hogar. No había información relevante, solo unas cuantas fotografías y vídeos los cuales no me interesaron ver. Fue entonces cuando vi una página que se titulaba “ábreme” y, rindiéndome a la curiosidad, la abrí. Era una página en blanco con un enlace en el medio, otra vez la curiosidad pudo conmigo así que hice click en el link. 

Era un vídeo con el titulo “The Face”. Me coloqué mis auriculares y subí el volumen a todo lo que daba, tal vez esto me entregaría respuestas acerca de los llantos que oía. Pude ver a una chica de doce años mirándose al espejo, llorando y peinándose; tenía una melena rubia y larga junto con una cara de muñeca y brillantes ojos azules. Quede sorprendida ¡El cuarto era parecido a la habitación de donde provenían los sollozos! Una suave voz me sacó de mis pensamientos, ella estaba hablando. 

“Ellos no tienen razón, soy hermosa. ¿Por eso me odian? ¿Por eso no merezco vivir? ¿Por eso me odio?” 

Un escalofrío recorrió mi cuerpo al escuchar sus palabras. Estaba por cerrar el enlace hasta que la voz volvió a hablar. 

“Yo solo quería que supieran que eran hermosos al igual que yo, pero no podían igualar mi belleza” 

El llanto aumento su fuerza y la chica sacó un cuchillo de uno de los cajones de su tocador. Estaba tan concentrada en el video que no podía cerrarlo, quería terminar de verlo. Vi que se acercó a su cama y sacó de entre las sabanas una caja de cartón, abriéndola y sonriendo sin dejar que las lágrimas dejaran de caer de su rostro. 

“Pero ahora puedo embellecerlos y convertir sus rostros en obras de arte” 

Sentí nauseas al ver como removía de la caja las cabezas de los que suponía eran sus padres y amigos. Agarró el cuchillo y con cuidado extrajo la piel de sus caras guardándolas en una cajita musical que tenía a su lado. 

“Dijeron que sus caras eran horribles, yo podía hacerlos hermosos. Pero como son unos ingratos no merecen que los haga igual de bellos que yo, así que tengo una mejor idea…” 

Después de decir eso tomó el mismo cuchillo y se puso frente al espejo de su tocador pasando tranquilamente el arma por su frente hasta su barbilla, quitándose la piel en el proceso. Me dirigí a cerrar el enlace, no podía verlo más, pero se me fue imposible salir. Extrañada mire lo que quedaba del vídeo, viendo como la chica agarraba las pieles y se las colocaba en la cara, sonriendo con cada cambio de rostro que veía. Se me fue el aliento cuando escuché las últimas palabras antes de que el vídeo terminase. 

“Aún hay más caras para volverme perfecta” 

Y entonces el ordenador se apagó al igual que la luz. Sin darme cuenta se me había hecho de noche por lo que no podía ver absolutamente nada. Unos sollozos me helaron los huesos, eran los mismos sollozos de la habitación, los mismos sollozos que los de la chica del vídeo… 

Asustada corrí en busca de algún fósforo que pudiera iluminar la habitación pero no encontré nada. Oí pasos y risas desde la escalera que se mezclaban con el incesante llanto que me ponía los pelos de punta. Tropecé y sentí como si un vestido rozara mi cara. Mire hacia todos lados sin ver nada por lo que gateando me fui al baño, encerrándome allí y buscando mi teléfono para llamar a la policía; alguien estaba en mi casa y eso no me gustaba para nada. 

No lo encontraba. La desesperación me consumió así que empecé a gritar, esperando a que los vecinos me escucharan y vinieran a socorrerme, pero nada. 

—Los mate a todos, preciosa. Solo faltas tú —oí una voz dulce, la misma que la de la niña del vídeo

Me intente convencer de que estaba alucinando, no podía ser real, todo debía ser una simple pesadilla. Fue cuando toqué la figura de mi linterna, velozmente la encendí pero no logré ver nada, suspiré con alivio parándome y abriendo la puerta para ir a mi habitación, tal vez una buena siesta me ayudaría a olvidar ese horrible vídeo

—Te olvidaste de mirar detrás — 

Grité y corrí lo más rápido que pude hacia mi habitación y ahí me encerré segura de que nada era una pesadilla, todo era real. Vi una hoja y un marcador azul, estaba muy asustada y sabía que eso me mataría. 

Si estás leyendo esto ya debo estar muerta, con mi cuerpo bañado en sangre y sin rostro. Solo puedo dejar mi análisis antes de morir, para que el mundo tenga una advertencia: 

Ella utiliza las caras de sus víctimas, por eso se te será muy difícil reconocerla. Podría ser un día tu madre, otro día tu hermana o tu mejor amigo. 

Cada vez que te insultas constantemente con respecto a tu apariencia la invocas, es como darle el permiso para “embellecerte”. 

No esperes que aparezca al instante. Le gusta jugar con sus presas. Le encanta ver el sufrimiento de sus victimas antes de asesinarlas por lo que podría tardar meses o incluso años en terminar con tu vida. Pero cuanto más se prolongue, más horrible será tu muerte. 

Estas son mis últimas palabras, ella ha rotó la puerta…

sábado, 8 de abril de 2017

LA LEYENDA DE LA DESCARNADA

ESPEREN, NO ME DEJEN AQUÍ - HISTORIA DE TERROR



Nabor, que en paz descanse, se dedicaba a la venta de servicios funerales y fue supervisor de un grupo en el que trabajaba. El señor, que no era de mucha plática nos sorprendió cuando muy serio comentó:
- Fue en uno de esos días que me tocó llevar un féretro al cementerio en compañía de cuatro compañeros.

- ¿Por qué cuatro, si para manejar la carroza solamente se necesita una persona? – le pregunté interesado.

- Pues resulta que para cargar un ataúd se necesitan cuatro hombros – agregó sonriente -, el difunto hacia unos meses había perdido esposa e hija y se encontraba solo, por lo que decidió quitarse la vida.

- Dicen que el que se suicida, jamás encuentra el descanso eterno – comenté tratando de hacer la charla más interesante.

- No te adelantes que yo soy el que está narrando la historia – me comentó con severidad -; Pues resulta que el difunto era de complexión delgada, no muy alto que digamos, pero es el más pesado que he cargado. El sepelio fue muy extraño, los familiares lloraron muy poco, por no decir que nada. El sol ya se estaba ocultando cuando regresamos a la carroza, para nuestra sorpresa observamos las cuatro llantas sin aire, las habían rasgado con tanta saña que era imposible la reparación.

Después de haber sido quienes fueran al frente de aquel desfile fúnebre que se dirigía al cementerio, terminamos pidiendo un aventón para llegar al poblado mientras que el velador nos despedía con un saludo muy serio.

- El velador seguramente fue el que le amoló las llantas – comentó mi amigo Antonio desde el lugar en que se encontraba y continuó trabajando sin darle mucha importancia a las palabras del viejo.

- Él no fue – contestó muy serio el señor -; resulta que regresamos al cementerio con las llantas para la carroza, nos habían dicho que en ese lugar se acostumbraba robar los carros, pero no destruirlos. Ya muy cerca de la media noche, todos nos encontrábamos listos para irnos. De pronto me percaté de que un compañero faltaba, lo esperamos por un breve instante, mientras nuestra intranquilidad crecía y no tardó mucho tiempo para que fuéramos en su busca.

Nuestras voces fueron la causa de que el velador saliera del cementerio como un muerto viviente y nos preguntara qué era lo que sucedía. Brevemente le explicamos que no encontrábamos a Guadalupe. El velador se puso muy serio y nos preguntó que si nosotros éramos los de la carroza. Después de contestarle que sí, suspiró con preocupación y externó que esperaba que no fuera nada grave.

La búsqueda de Guadalupe continúo y cuando más desesperados no encontrábamos, lo observamos frente a la reja del cementerio, parecía dominado por una fuerza sobrehumana. Apenas logró señalar el lugar donde habíamos enterrado al difunto, el pálido reflejo de la luna hacía blanquear las tres tumbas de aquella familia que nuevamente se encontraba junta como en los días felices.

Me pareció mirar unas sombras con forma de ser humano, pero no le presté atención hasta que Guadalupe pudo tartamudear y decir:

“¿Mi-mi-mi-miraste e-e-eso?”

“ ¿E-e-e-escuchaste su-su voz?”

"No miré ni escuché nada." le comenté con la intención de calmarlo. Mi argumento no era suficiente para desvanecer aquellas tres figuras que se encontraban en el interior del cementerio. "Son ellos." comentó el velador.

De pronto se dejó escuchar unos gritos que decían:

¨Esperen, no me dejen aquí.¨

El velador nos clavó una mirada de interrogación, insinuando si se trataba de compañeros nuestros. Con un movimiento negativo de cabeza le dije que no. En lo particular me encontraba acostumbrado a tratar al difunto encontrándose en la caja, pero no enterrado, todo lo contrario al velador que vivía rodeado de esqueletos.

"Acompáñenme para investigar qué es lo que sucede." nos sugirió el velador. Sin muchos ánimos aceptamos y comenzamos a recorrer los silenciosos pasillos del cementerio, con la única intención de conocer quién era el que nos hablaba. Las linternas que temblaban en nuestras manos, no iluminaban lo suficiente como para explorar detalladamente el terreno, aún así lograron verificar que nadie se encontraba en este lugar, solamente un enorme búho con su fúnebre canto se dejaba escuchar

- Casi ni te creo – comentó mi compañero que ya se encontraba escuchando la plática.

-, ¿Y por qué he de mentir? – Interrogó Nabor -; nada gano con ello, además ya no son unos niños.

- Te creo – intervine para que continuara con su relato.

- Estábamos ahí adentro – continúo el anciano -; aún con la duda de lo que habíamos escuchado, buscamos sin encontrar al gracioso que nos llamo.

Dispuestos a marcharnos dimos media vuelta, pero a nuestras espaldas, nuevamente escuchamos:

¨Esperen, no me dejen aquí.¨

En esta ocasión no era un simple grito, se lamentaban desgarradoramente. Más nerviosos que nunca, comenzó nuevamente la búsqueda, pero en esta ocasión mucho más detallada, nos dispersamos en los diversos pasillos examinando todo rincón de las lápidas que se encontraban alrededor y no encontramos a nadie. Imaginando trataban de jugar una broma, acordamos irnos, y aprisa salimos del cementerio y de la misma forma subimos a la carroza, pero cuando todos nos encontrábamos dispuestos a marcharnos observamos en el interior del cementerio a tres sombras que nos hacían señas y nuevamente nos decían:

¨Esperen, no me dejen aquí.¨

El Velador que no había querido abandonar su centro de trabajo, salió corriendo y nos pidió que le diéramos un aventón a su casa. En el trayecto nadie hablaba del asunto pero todos teníamos en mente lo que habíamos escuchado.

- Algún gracioso que los quiso asustar – externó mi compañero.

Don Nabor guardó silencio por lo que comprendimos que hablaba con la verdad y existen espíritus que no saben que han muerto y se quedan penando, por un tiempo indefinido hasta que alguien le dice que ya murieron.

Si, “Esperen, no me dejen aquí” Pueden ser tus últimas palabras después de muerto.

EXTRAÑA CRIATURA EN CASA ABANDONADA

martes, 28 de marzo de 2017

EL ASCENSOR - HISTORIA DE TERROR



Todo ocurrió una cálida noche de verano, de esas en las que, aunque la temperatura es agradable e invita a dar un largo paseo bajo la luz de las farolas, da la sensación de que todo el mundo se ha puesto de acuerdo para encerrarse en casa.

Eran, más o menos, las dos de la madrugada. Había pasado varias horas vagueando ante el ordenador, así que decidí que era momento de estirar los músculos haciendo algo de ejercicio, bajando a la calle para tirar la basura y fumar un cigarro, por ejemplo.

Me calcé unas zapatillas de deporte, me dirigí a la cocina, saqué la bolsa del cubo y le hice un par de nudos. Tras cerciorarme de que no olvidaba llaves, mechero ni tabaco, cerré la puerta del piso y me dirigí escaleras abajo. Habría podido elegir tomar el ascensor, pero, teniendo en cuenta que a esos cacharros les suele dar por pararse de golpe, habría sido un error quedarme encerrado dentro con la única compañía de una maloliente bolsa de basura.

Recorrí los pocos metros que separaban mi portal de los contenedores, disfrutando del ambiente de soledad que reinaba en mi calle, unido a la tenue iluminación y la invisible caricia procedente del asfalto caliente bajo mis pies. Tras meter la bolsa en uno de los cubos, volví a mi portal y, antes de entrar, encendí un cigarrillo, disfrutando de cada calada mientras oía en la distancia el sonido de ambulancias y coches acelerando: la banda sonora que suena de fondo cada noche en la gran ciudad que es Madrid.

En tanto daba buena cuenta de mi cigarro, eché un ojo al gran edificio de viviendas que esperaba mi regreso: un bloque levantado a finales de los años sesenta, con paredes de ladrillo rojizo, seis alturas y una planta de garaje bajo sus cimientos, similar a los cientos de edificios que, en aquella época, el Ministerio de Vivienda construyó en toda España. Junto al portal, aún se conservaba la placa que daba fe de ello.

Mis padres fueron los primeros dueños de la casa. Tras el paso de los años, su afán ahorrador les permitió hacerse con un chalet en las afueras, por lo que yo, siendo hijo único, tuve la suerte de pasar a ser el dueño (y único habitante) de la vivienda.

Cuando acabé el cigarrillo, tiré la colilla al suelo y entré en el portal. Por un momento, pensé en subir andando hasta el quinto piso, donde vivo, pero la vagancia pudo más, así que llamé al ascensor. Cuando este llegó a la planta baja, entré en el habitáculo.

Una de las curiosidades que tenía aquel edificio, era dicho ascensor. No todos los bloques de viviendas de la época contaban con uno, y se consideraba una mezcla de lujo y suerte el poder llegar a casa en uno de estos chismes cuando se levantó el edificio. Esto hacía que la estructura fuese algo vieja: sus paredes, sus espejos y su cuadro de botones tenían más de cincuenta años. Lo que más me llamaba la atención de este último detalle, era el correspondiente al garaje. Había un botón para cada piso, excepto para el sótano, en cuyo lugar había una cerradura. Todos los vecinos teníamos copia de la llave. El motivo era, según los constructores, evitar que el cálido garaje se llenase de mendigos por las noches.

Miré aquella cerradura con curiosidad. Aquella vieja cerradura. Entonces, una idea se me pasó por la cabeza. En lugar de pulsar el botón del quinto piso, eché mano al manojo de llaves que había en mi bolsillo e introduje la llave correspondiente. Para acceder al sótano, había que girar la llave hacia la izquierda, pero, ¿qué ocurriría si la giraba hacia la derecha?

Hice la prueba. Nada. La cerradura hacía tope, como era de esperar. Cabezota de mí, volví a intentarlo, girando con más fuerza. Con mucha más fuerza.

En ese momento, de forma inesperada, la cerradura cedió, poniendo el ascensor en marcha. Sorprendido ante aquello, fijé los ojos en el indicador luminoso. Mientras el ascensor descendía, aquel pasó de mostrar un cero a mostrar un uno negativo. Pero, llegado a este piso, el ascensor no se detuvo.

Durante casi un minuto, el trasto continuó bajando, traqueteando y rugiendo como de costumbre. El indicador luminoso mostraba dos guiones intermitentes. Entonces, de repente, el ascensor se detuvo y su puerta se abrió.

Ante mis ojos se extendía un largo y estrecho pasillo, apenas más ancho que el propio ascensor. La iluminación procedente del interior de este, no bastaba para iluminar aquel pasillo, que era engullido por una tenebrosa oscuridad, y no se apreciaban escaleras que llegasen allí desde un piso superior.

—¿Hola? Mi voz retumbó por las paredes y desapareció en el oscuro espacio.

A pesar de que la situación me imponía algo de respeto, la curiosidad ante el nuevo sótano recién descubierto pudo más. Decidido a investigar aquel lugar, encendí mi mechero y abandoné la protectora luz del ascensor.

Me giré por un momento, y vi que, en aquella planta, no había botón para llamar al ascensor, sino una cerradura. Mosqueado, continué avanzando hacia la oscuridad.

El ambiente era denso y húmedo, acompañado de una ligera fetidez. A unos veinte metros, el pasillo torcía hacia la derecha, desembocando en una galería a la que daban varias puertas, como en las cárceles que salen en las películas. Algunas puertas estaban cerradas y otras abiertas, y el suelo estaba lleno de polvo, cristales rotos y otros objetos.

La mugre que invadía el lugar me disuadió de palpar la pared en busca de interruptores de luz, por lo que confié en la pequeña llama que portaba en mi mano. Al internarme en la galería, me agaché y acerqué mi mechero al suelo para examinar con más detalle qué eran aquellos pequeños bultos que pisaba irremediablemente a cada paso. Descubrí jeringuillas, trozos de probetas, piezas de rompecabezas infantiles, muñecas… Aquello resultaba de lo más tétrico. Me incorporé nuevamente, disponiéndome a analizar las pequeñas dependencias que rodeaban la galería.

Uno de los detalles que percibí fue la falta de ventilación o iluminación exterior. Aunque era noche cerrada, no había rastro de salidas al exterior por las que se colase la luz de las farolas, ni ninguna corriente de aire que hiciese vibrar a la llama de mi mechero. Aquel era un lugar completamente cerrado, y a saber a cuántos metros bajo tierra me encontraba en aquel momento.

Recorrí varias de las salitas, y vi que todas tenían elementos en común: pequeños, anticuados y oxidados camastros, mesitas y sillas. Y material médico. El lugar estaba infestado de gasas, correas, pastillas desperdigadas por el suelo… Aquello parecía un hospital en miniatura. Un hospital antiguo y fantasmagórico, detenido en una época pasada, en el que la acumulación de polvo es el único indicador del paso del tiempo.

Aún me arrepiento de entrar en una de aquellas dependencias. La luz del mechero mostraba, sobre el mugriento colchón, un bulto del tamaño de un ser humano, envuelto en ropa de hospital. Me acerqué sigilosamente, temiendo lo peor, y arrimé el mechero al gran objeto.

El aumento de luz mostró una escena horripilante: rodeado de heces y manchas de orina, se mostraba ante mí un cadáver humano en posición fetal que me daba la espalda. El hedor era insoportable. Reprimí una arcada mientras permanecía en cuclillas ante aquella dantesca escena.

De repente, el terror invadió mi cuerpo. Aquel cuerpo se giró de forma brusca y, lo que en principio había clasificado como «humano», mostró ser algo diferente, indefinido e indescriptible.

El cuerpo de aquel ser estaba cubierto de llagas y heridas. En lugar manos y pies, sus extremidades se encontraban rematadas por muñones violáceos, y extrañas deformidades y bultos recorrían su tronco, dándole un aspecto monstruoso.

Pero lo peor era su rostro: sus ojos, grandes e inyectados en sangre, estaban protegidos por unos párpados abultados y sin pestañas. En lugar de pelo, su cabeza poseía infinidad de cicatrices y grapas que partían desde sus pobladas cejas y sienes y se perdían hacia su nuca. Sus orejas, irregulares y enormes, no mostraban pliegue alguno, dotando al ser de un aspecto simiesco. Tampoco poseía nariz, y de sus orificios nasales surgían dos hilos de sangre reseca. Rematando aquel cuadro tan desagradable, se encontraba su “boca”: un orificio de comisuras agrietadas, sin labios, de cuyo interior carente de dientes y lengua, provenía el peor olor a podrido que he percibido en mi vida.

Sus ojos se fijaron en los míos, y de su garganta surgió un bramido gutural, ronco y a la vez potente.

Grité. Grité con todas mis fuerzas y mi voz se entremezcló con la del monstruo. Teniendo en cuenta la postura en la que me encontraba, caí de espaldas sobre el mugriento suelo, y el mechero se escapó de mi mano, dejando el lugar en la más absoluta oscuridad.

Mientras palpaba el suelo en busca del mechero, oí cómo crujían los muelles del colchón y, antes de que pudiese reaccionar, aquel despojo se me echó encima, lanzando una vez más su aterrador alarido. Sentí su aliento contra mi rostro, mientras apestosa saliva caía sobre mi frente, y un escalofrío me recorría de arriba abajo. Cejé en mi empeño de hacerme con el mechero y pataleé con todas mis fuerzas, tratando de zafarme del horripilante ser.

Me arrastré unos metros hacia atrás, me levanté y salí de la estancia, a oscuras, tratando de recordar la disposición de aquella planta, temiendo tropezar o dar de bruces con alguna de las paredes. Mientras huía en dirección al ascensor, pude oír cómo aquello se arrastraba entre los cristales rotos del suelo, siguiendo mis pasos. Llegué al pasillo y sentí que volvía a la vida cuando me invadió la luz encendida del ascensor abierto. Entré, pulsé el botón del quinto piso y, lleno de impaciencia y pavor, esperé a que la puerta se cerrase y el ascensor se pusiese en marcha.

Sin embargo, el aparato no obedecía mis órdenes. Aunque el botón del quinto piso estaba encendido, la puerta no se cerraba. Y el crujir de cristales se oía cada vez más cerca.

Me di media vuelta. Ante mí, el pasillo se extendía una vez más, engullendo la luz del ascensor. Sin embargo, ahora no sentía curiosidad ante aquella escena. Sentía verdadero horror. Quería huir de allí. Y el ascensor no se movía.

De repente, se hizo el silencio. Estaba tan aterrorizado, que todos mis músculos se agarrotaron. En ese momento, el ser surgió del pasillo oscuro arrastrándose con una velocidad y una pericia insólitas. Venía hacia mí mientras gruñía, jadeaba y chillaba como ninguna criatura conocida. Apreté repetidamente el botón del quinto piso, con pulso tembloroso, en tanto el miedo me hacía llorar y la criatura se aproximaba rápidamente. Cuando estaba a punto de entrar en el ascensor, agité mi pierna ante él, lo que lo hizo retroceder atemorizado, sin que apartase la vista de mis ojos en ningún momento. En ese instante, las puertas se cerraron y el ascensor comenzó su ascenso.

Fijé la vista en el indicador luminoso: los dos guiones parpadeantes dieron paso a un negativo uno, luego a un cero, un uno, etcétera. Algo más calmado, me miré en el espejo y fui consciente de mi aspecto. Mi rostro estaba cubierto de una mezcla de baba y mucosa sanguinolenta, mezclada con mis propias lágrimas. Cuando quise pasar el dorso de la mano por mi frente, descubrí que mis ensangrentadas palmas estaban llenas de cristales rotos, y comencé a sentir su dolor. Minutos antes, en aquel segundo sótano, el miedo no me había permitido ser consciente de cómo se habían clavado en mi piel.

Llegué a casa y entré corriendo al baño. Los recientes recuerdos de todo lo que había ocurrido allí abajo se agolparon en mi mente, y no pude evitar arrodillarme ante el váter y vomitar la cena. Me di una ducha más larga de lo habitual. Aún invadido por el asco, curé las heridas de mis manos y esperé a que llegase el día, incapaz de dormir.

A la mañana siguiente, cuando la luz del día se llevó todos mis miedos, llamé a un amigo que vivía en uno de los edificios cercanos. Dicho edificio era similar al mío: construido en la misma época, con la misma planta y con un ascensor exactamente similar. Tras contarle la historia y soportar sus burlas, me aseguró que haría la prueba en su ascensor y que me llamaría para contarme qué había ocurrido en su caso.

Esperé su llamada intranquilo y, a los pocos minutos, sonó el teléfono. Era él, y su voz sonaba entrecortada y temblorosa. Bajo su casa también había un segundo sótano, húmedo y maloliente. Sin embargo, él no se había atrevido a adentrarse, y no tenía intención de hacerlo.

«No pienso volver a coger ese ascensor en mi puta vida», eso fue lo que me dijo. Y la verdad es que su opinión coincidía al cien por cien con la mía.

A pesar de nuestros temores, nos decidimos a investigar sobre el asunto. Así, dimos con el que fue por aquel entonces presidente de la constructora encargada de levantar los edificios; hoy en día un ajado anciano con un pie en el cementerio. Tras varias reticencias, nos explicó el porqué de aquellos sótanos secretos: en 1966, la recién inaugurada central nuclear de Zorita, en Guadalajara, había sufrido una grave fuga en uno de sus reactores, provocando una nube radiactiva que se extendió por los pueblos de los alrededores. El régimen franquista no podía permitir que la opinión pública tuviese noticia de un fallo en su primera instalación nuclear, por lo que contactó con las parejas jóvenes del lugar, ofreciéndoles trasladarse a Madrid, a los inmuebles en los que mi amigo y yo vivíamos, pues a pocos metros se encontraba un hospital que podría seguir la evolución de dichas parejas y los hijos que pudiesen tener en el futuro. Para disimular aún más la situación, vendieron algunas de las viviendas a gente corriente que no tenía nada que ver con el incidente (como mis padres, o los padres de mi amigo, por ejemplo).

Sin embargo, la intención del régimen era muy distinta: conocedores de las secuelas que la nube radiactiva tendría en esta gente, vigilaron cada nuevo embarazo que se produjo entre ellos, supervisando su evolución y haciendo «desaparecer» a todos aquellos recién nacidos que sufriesen graves malformaciones.

Aprovechaban la tranquilidad de la noche, para, haciéndose pasar por encargados de mudanzas, llevar a los bebés a su nuevo «hogar». Aquellos sótanos, por otra parte, eran el lugar perfecto para realizar investigaciones sobre los niños, pues nadie sabía de su existencia. El propio mecanismo de los ascensores se había mantenido en secreto, recayendo la tarea de llevar a cabo revisiones y reparaciones entre técnicos elegidos por el propio régimen; y una trampilla que solo se abría cuando el ascensor sobrepasaba el garaje, ocultaba el segundo sótano a quien hubiese podido asomarse al hueco.

Sin embargo, tras la muerte del dictador Francisco Franco, se canceló aquel proyecto. Tratando de arrojar tierra sobre el asunto, los sujetos en experimentación fueron sacrificados y toda documentación relativa al proyecto fue destruida. Casi todos los cabos quedaron atados.

—¿Cómo que casi todos los cabos? Preguntamos mi amigo y yo a aquel hombre.

—Sí —dijo él—. Resulta que, una vez, aprovechando el revuelo de los últimos días, mientras todo el mundo corría arriba y abajo tratando de hacer desaparecer pruebas y evidencias, uno de los niños desapareció sin dejar rastro, y nadie más volvió a saber de él.

Mi amigo y yo nos miramos, aterrados. Nos despedimos del viejo y volvimos a nuestras casas.

Desde entonces, no he vuelto a subirme a un ascensor. Y, por si a alguien le interesa, vendo mi casa. Es un quinto piso, muy luminoso. Y, además, tiene ascensor y garaje.